La cabeza de Benjamín Lira
La figura de una cabeza hipertrófica ha perseguido desde siempre el imaginario de Benjamín Lira. Más allá de su potencia formal -- sintética, clara y eficiente-- comparece como signo de una subjetividad que insiste en hacerse presente, una y otra vez.
No solo en las esculturas cerámicas, sino también en el resto de su diversa obra (pinturas, dibujos, construcciones, collages, etc) la cabeza humana es una imagen persistente. Instalando su síntesis visual, viene a poner en el centro de la atención el misterio que constituye lo humano. Pero aquí lo humano no aparece enredado en los trajines de la personalidad social, sino que se presenta como estructura psíquica, como ícono abstraído de su propia identidad, pero al mismo tiempo diferenciado del resto. Las cabezas de Lira hablan de lo común, pero son todas diferentes y cada una encierra una historia constructiva particular. Están solas, tramando sus complejos vínculos con el mundo, “meditando ante la encrucijada de la vida”, dice el artista.
Hay algo retraído, ciertamente, en la actitud de estas cabezas. Y sin embargo no están tan quietas como pareciera: actúan un movimiento interno. Tal vez sea el mismo movimiento que caracteriza la actitud del artista. Un hacedor productivo y disciplinado, que mantiene un constante y prolífico ritmo de creación y que vive la mayor parte del tiempo encerrado en su taller. Es verdad que ha tenido reconocimiento y que exhibe con frecuencia tanto en Chile como afuera, pero todo es resultado directo del trabajo. Reacio a los discursos y a la sobreexplicación, vigilante riguroso de su honestidad intelectual, Lira prefiere callarse para que la obra diga lo que cada cual pueda escuchar.
Indiferente a las modas y obedeciendo a su propia intuición, el artista se ha mantenido a distancia de los avatares del sistema del arte y ha resistido en la fidelidad a sí mismo. Esto es la reserva del pensar y del hacer: el taller como habitáculo de la cabeza. Nunca ha dejado de ser, de algún modo, ese adolescente que dibujaba y hacía collages a los 12 años, que experimentaba con imágenes y materialidades y que miraba con la misma apasionada curiosidad una viñeta ilustrada, un edificio, una pintura clásica, una artesanía, una fotografía o un huaco precolombino. Así también es su taller, un lugar donde conviven distintos tipos de trabajos suyos con otras piezas visuales y artesanales de procedencias heterogéneas.
Se trata de un artista que creció alimentándose con las imágenes circundantes y que nunca dejó de sentir la urgencia de elaborarlas y traducirlas a su propio código, utilizando para ello la técnica que mejor viniera al caso. Su motor siempre fue una mezcla entre el instinto y lo que dicta el proceso manual, que para él ha sido muy relevante.
Stoneware: así se llama en inglés lo que en español se denomina cerámica gres. El asunto viene de la piedra, de la dureza, y de las altísimas temperaturas. Este es el lenguaje de las cabezas escultóricas que realiza Lira.
La cerámica es algo que ha venido trabajando con mayor intensidad en los últimos 20 años y que para muchos pareció un cambio en su proceso. Sin embargo él ha explicado que se trata de un devenir natural, ya que toda su obra ha transitado con libertad entre distintos registros de lenguaje y también ha tenido una persistente relación con la materialidad y el espacio tridimensional. Pero lo que distingue el ejercicio de la cerámica es un mayor compromiso físico y existencial. Se trata de una práctica que involucra decididamente al cuerpo y que exige entrar en un campo de fuerzas donde se enfrenta la acción de la mano con el dominio del azar. Para dar forma a estas cabezas monumentales, que pueden pesar más de 100 kilos, Lira va martillando el material, expandiéndolo y moldeándolo desde adentro, privilegiando el conocimiento que le entrega el tacto para imaginar el resultado del rostro visto desde afuera. De este modo trabaja en el vacío, en la cavidad interna de la cabeza como un contenedor que queda abierto. ¿A lo desconocido?
Convertidas en especies de vasijas, estas cabezas ahuecadas se conectan con la tradición arcaica de la cerámica como recipiente. A Lira le interesa hacerse parte de esta tradición, ser un eslabón de un oficio que se ha transmitido desde tiempos remotos, reinterpretándolo sin dejar de sostener una íntima fidelidad. Su quehacer integra desprejuiciadamente los cruces entre lo creativo y lo utilitario, entre el arte popular y el arte “culto”, entre “lo artesanal” y lo “artístico”, entre lo primitivo y lo contemporáneo.
Pero también este oficio, que se ha llamado “arte del fuego”, lo sitúa en la aceptación del imprevisto, de las cosas que no podemos controlar y que, en la vida humana, son muchas más de las que estamos dispuestos a reconocer. “La cerámica se mueve y hay que aprender a bailar con ella”, dice Lira citando a Peter Voulkos, norteamericano de origen griego que llevó este lenguaje tradicional a una expresión de arte contemporáneo. Y es que acá mandan variables como el tiempo, la temperatura y el azar, que actúan por su propia cuenta. El fuego hace su trabajo. “Trabajar con arcilla requiere que uno altere su relación con el tiempo. Existe el tiempo de la cerámica. Hay que estar atento al material y sus particularidades y respetar sus limitaciones. No perdona: es imposible dominarla”.
Entrar en el incierto baile del proceso de la cerámica exacerba la idea de una cabeza meditando ante las encrucijadas vitales, porque siempre late amenazante la posibilidad de que la pieza se quiebre en el horno a más de 1300 grados. Y ahí caben dos caminos: desechar la obra dándola por fracasada o rehabilitarla asumiendo el quiebre. Lira ha decidido hacer lo segundo: cuando una pieza se quiebra la recupera.
Por eso estas obras estetizan las huellas de sus accidentes. Las marcas y grietas visibles en la superficie manifiestan una adhesión a los límites y cruces: es un artista que se sitúa en las fronteras energéticas donde el canon dialoga con la ruptura. Sus cabezas no ocultan las cicatrices del proceso constructivo: por el contrario, las ponen en valor. Reconocen el accidente como impulsor del cambio y la transformación. Así, Lira pone en escena nuestra subjetividad accidentada ofreciéndonos, como prueba, los rastreos de su propia cabeza.
Catalina Mena Larraín Agosto, 2019
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Benjamín Lira Valdés
Nació en Santiago, Chile, el 14 de enero de 1950. Comenzó su formación artística a los 11 años de edad al asistir a clases de Dinora Doudchitzki en el Museo de Arte Contemporáneo de la Quinta Normal. Su gran interés e inquietud por la pintura y sus técnicas se profundizaron al asistir regularmente al taller de Ernesto Barreda, posteriormente tomó clases con Rodolfo Opazo, Mario Toral y Carmen Silva.
En 1969 realizó estudios de arquitectura en la Universidad Católica de Valparaíso, Chile. Desde 1970 a 1973 viajó por Europa, residiendo en España donde ingresó a la Academia de San Fernando en Madrid para estudiar Dibujo y Pintura. Además, asistió a cursos en la Byam Shaw School of Drawing and Painting de Londres, Inglaterra.
Entre 1977 y 1979 estudió en el Pratt Institute de Brooklyn, Nueva York donde obtuvo el grado de Magister en Bellas Artes. Vivió en Nueva York hasta 1992, fecha en que regresa a Chile.
En 2012, realizo una exposición retrospectiva en el Museo Nacional de Bellas Artes